Nací
cuando los potros de hierro del Atlante habían perdido la final del campeonato
mexicano en contra de Tigres, lo recordé un día que tomaba café con mi hermano
viendo pasar a la gente deprisa, alejándose de la lluvia y tal vez mojando su
única chamarra. En una servilleta escribí una frase “vale mucho más sufrir que
ser vencido”. Atlante era un equipo que a veces sus números subían rápidamente,
otras veces caen como un avión hundiéndose en el mar; así era mi vida tan
similar a la del equipo del pueblo. El invierno pasado había sido uno de los
más complicados de mi vida: enfermé inesperadamente del corazón. Estrechamiento
o bloqueo de las arterias coronarias, los vasos sanguíneos que suministran sangre
al propio corazón. A esto se le llama Enfermedad de las Arterias Coronarias, se
desarrolla lentamente con el transcurso del tiempo. No entendí nada de lo que
me había explicado el doctor, pensé en silencio que era como si el Atlante se
quedara sin un jugador en un partido importante. Tuve que mudarme de la casa de
mi padre porque no me gustaría enfermar su corazón, mi padre no tiene que ver
cómo puedo ser expulsado de la vida. Mi nueva casa era inmensa: dos pisos, con
una cochera grande, la sala era mi habitación, ahí podría haber vivido toda mi
vida, los muros de esa casa tenían en su mayoría un espejo colgado. “El Negro”
era el dueño de la casa, ahí vivía también su cuñado. No sé por qué me dejó
quedarme ahí hasta que se casara con su novia, tal vez porque él era amigo de
mi hermano. Se pasaba días enteros en su trabajo, a veces llegaba por las
noches en silencio junto con su novia, uno o dos días cenábamos juntos y
platicábamos largamente de los preparativos de su boda. Buscamos afanosamente
cómo ahorrar ya que el dinero que ganaba era lo suficiente para pagar esa
enorme casa que le había dejado de herencia su madre. Planeamos comprar el
whisky más barato, reducir costos para que a todos en el día de la boda nos
alcanzara una rebanada de pastel junto con una botella de whisky. Al final de
la plática ellos subían a su habitación, yo dormía en la en el piso alfombrado,
todo quedaba en silencio. El recuerdo de un amigo muerto aparecía como lo
amargo de aquel día en el que Atlante perdió la final del campeonato mexicano
en contra de Tigres, ese recuerdo era como los penales fallados esa final. “El
Negro” duró más de una semana trabajando
casi las veinticuatro horas del día para pagar los gastos de la boda, con sus
pantalones azules, nunca se veía diferente, o tal vez las únicas veces que lo
vi; siempre traía sus tenis Nike casi a punto de perder su color blanco, sus
lentes de sol deportivos, con la playera oficial del los rayos del Necaxa, su
cabello bien cortado. Descansó muy poco en esa semana. Yo pasé el tiempo
leyendo poesía de Rubén Bonifaz Nuño y de Efraín Huerta, también yendo con el
doctor. Las consultas eran tan caras que tuve que hablar con unos amigos argentinos
para que me ayudaran con algo de dinero ya que no podía trabajar. Ellos habían
hecho una revista turística. En el trascurso de ese proyecto yo trabajaba con
Martin vendiendo publicidad y por las noches siempre buscando en qué bar
pasarían los juegos de la selección argentina. Ahora que les iba por fin bien
en ese proyecto sabía que ellos me ayudarían en esta parte triste del invierno,
sería como si me dieran algo de gloria en el campo de fútbol dándome un pase de
gol o dejándome definir el partido con un movimiento inteligente. Vino a casa
con su esposa y me dejó algo de dinero; para ser exacto me dejó 100 dólares. Unos
cuantos minutos después se fue. Ese dinero me alcanzó para cuatro consultas más
con aquel doctor. “El Negro” ya había casi juntado casi el costo total de la
boda. Yo limpiaba la casa, lavaba los platos sucios, casi en su totalidad
dejaba todo limpio, menos el cuarto en donde dormía su cuñado (el nunca hacia
nada). Al barrer su cuarto dejaba el polvo con rastro de papeles en el pasillo,
eso me enfadaba. Un día al abrir el congelador había unas bebidas de un licor
preparado. Las tomé porque pensé que eran del “El Negro”. Al día siguiente en
el desayuno le dije que me había tomado esas bebidas, él me dijo que no eran de
él y sonrió un poco. Yo tomé como pago el tomarme esas bebidas por levantar
durante meses el polvo de aquel pasillo. Ese mismo día subimos a la habitación
donde él dormía, era una habitación totalmente equipada para un matrimonio, en
el peinador tenía una fotografía donde él estaba con su novia, tenía una
terraza donde se podía ver la lluvia (imagino que con un buen jazz de fondo). Prendí
el televisor y encontré el juego de los potros de hierro del Atlante contra el
Cruz Azul. El juego se tornó con dominio de los cruzazulinos, ellos tenían un
jugador rapidísimo y con gran técnica individual, Cesar “El Chelito” Delgado,
no tardó mucho para hacerse presente en el juego. Una mala salida de Federico
“El Jefe” Vilar al no cortar un centro frontal, “Fede” como le decimos los
aficionados al Atlante, él era nuestra estrella, falló en ese instante. “El Negro”
me dijo torpe y volvió su vista hacia mí. El juego continuó. No recuerdo bien
el minuto ni en qué tiempo cuando marcaron una falta al borde del área grande
de la portería cruzazulina. “Fede” tomó el balón en sus manos y lo colocó cerca
de él, su traje de portero color negro relucía en el estadio. Yo le dije al
Negro: “él va a meter ese tiro libre”. Él me dijo que no iba a hacer eso ese
perdedor. La barrera estaba en su lugar. “Fede” tomó distancia. Adelante de la barrera
rival estaba Patricio “El Pato” Galaz; “El Jefe” Vilar se dirigió con una
velocidad enorme, golpeo el balón con brutalidad y salió un tiro raso y colocado
a la derecha de Oscar “El Conejo” Pérez. Él no pudo atajar, Vilar salió
eufórico a festejar el gol. “El Negro” hizo una cara de enfado. Yo grité gol
una vez. Ellos dos. Atlante ganó ese partido. Ya caía la tarde cuando “el
negro” me dijo que si lo acompañaba a hacer el último pago. Me sorprendí al
llegar al salón de eventos, quedé como en fuera de lugar, como si entrara de
cambio en un juego donde todo está perdido; ese salón ya lo conocía, ahí había
vivido un gran amigo que había muerto, el que regresaba los días de silencio. Nunca
supe bien de qué murió, sólo lo vi en el ataúd. Vivía en la parte de arriba con
su abuela, era su única compañera. A veces iba a ese departamento con él a
comer o para invitarle una cerveza. Al llegar a la oficina para finiquitar la
cuenta de la boda me percaté que la mujer que atendía en ese momento era la madre
de mi amigo fallecido, eso era como haberme salvado de una expulsión en un
momento complicado del juego. Ella me tomó de la mano fuerte y el Negro nos vio
detenidamente. Ella le dijo al Negro: “me hubieras dicho que eras amigo de
Rubén, para mí ya es un caso especial, el paquete de bodas que compraste ya no
será el mismo, te daré el más caro por cortesía de la casa”. Eso a mí me agradó
ya que tenía una deuda con él, con esto sabía que el Negro se daría por pagado por
esa incomodidad de tenerme en su casa. Fue como festejar un triunfo del Atlante
cuando había oportunidad. Al mes siguiente ya las cosas habían cambiado. Rento
mi hermano un departamento amueblado. En todo este tiempo sin trabajar y con
problemas del corazón me sentía como un futbolista fracturado y sin poder
jugar. Mi hermano, como un gesto de fraternidad conmigo rentó el departamento
con su dinero. Vi a mi viejo amigo Martin con sus hijos en un supermercado.
Supe que era él porque traía una playera de la selección argentina; lo saludé,
no pudimos platicar, nos despedimos con un buen abrazo. No lo he vuelto a ver.
Espero encontrarlo algún día aunque sea para platicar de algunas jugadas o resultados
inesperados, como ese día en que ganó el Atlante. El Negro se casaba ese día. Compré
un traje en las tiendas de ropa usada, olía a húmedo. Fui a la boda con mi
hermano. En la pista vi bailar al Negro, vestía elegantemente un esmoquin. Su
mujer intacta con el vestido de novia en su piel, era como ver al Atlante con
su traje tradicional de color azul-grana. Un fotógrafo llegó hasta nuestra
mesa, nos tomó una fotografía a mí y a mi hermano. Sólo bebí poco whisky.
Amanecía en mi departamento; viendo el juego de Atlante grité gol otra vez, el
equipo contrario grito tres. El Negro hubiera visto una tragedia más en mi
vida. Tiempo después tuve que dejar ese apartamento porque el arrendador era un
grandioso gruñón, cortaba la electricidad, nos reducía el agua y no había caliente,
eso ponía de mal humor a mi hermano; el arrendador golpeaba por las noches
siempre a su mujer, eso no nos dejaba dormir. Decidimos irnos sin un rumbo
fijo. Un día yo y mi hermano tomábamos café en la cafetería central, un hombre
con aspecto de vagabundo leía el periódico de deportes, en la portada del
periódico leí: “Los Potros de Hierro siguen en espectacular caída y con
problemas de descenso”. Ese día cayó una lluvia torrencial. Mi hermano y yo no
sabíamos donde dormiríamos esa noche. Tomé una servilleta y escribí un verso
que recordaba “hoy amanecí dichosamente herido de muerte natural”.
Rubén Macías Esparza
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